Pensarte mía,
princesa ajena,
sirena con alas de peces insurrectos
y dedos de suaves anémonas.
Me duele en el centro del amor tu cándida altivez
de muñeca de vitrina,
tu rostro sembrado de aromas que prende
luciérnagas ambarinas en las habitaciones más
obscuras de la sangre,
tu piel afinada en tonos de canela
por los dedos de la noche umbría que esculpe
estatuas de carne sobre mi iris sordo de otras caras.
Me gusta dispararte pensamientos desde mi ventana
cuando pasas por la calleja abriendo los parpados
del mundo para que vigile tu hermosura.
Pensarte, ajena mía,
es aprisionar tus instantes, ¡ay tan breves!,
entre los dedos de mi alma cautiva, como se retrata el
gentío que va huyendo del aguacero frente al trémulo espejo
de una gota indecisa entre el suelo y la rama.
Nada cuesta decir ¡mía!
pero como socava decir ajena.
Mi corazón de arena chapotea
en las aguas de tu cercanía, luciérnaga amarga,
nada cuesta que te digas mía
sobre la lápida de tu difunta dignidad, muerta en
cruentos deslices como batallas, muñeca de vitrina,
nada cuesta desgarrarte el vientre con
carcajadas de carne.
Nada cuesta pensarte mía,
pero ojala -como dijo el perro, mientras se
masturbaba- el hambre también se calmara con
sobarme la barriga, Princesa, ajena mía.
Nada cuesta dejar de pensarte,
ajena o mía, y salir de este dulce manicomio donde
se vacuna mi cabeza de descordura, para ingresar a un hospital
donde se me atienda con premura la tristeza.
verhta ramiê
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