lunes, 22 de diciembre de 2008

La Muerta Tardía

La luna trae agua mucho agua
y que es la muerte cuando aún no te acude?,
y que es la vida?,

Salvador Ventura
(Art poétique)


La tarde era benigna con los transeúntes —también con los andantes sin sentido—, las avenidas tumultuosas blasfemaban, con los disparos hediondos de las cloacas, el aroma transparente de alguna flor agradecida por el oro triste de la tarde. En alguna esquina se vendía el verde alivio de adornos polvorientos de navidades pasadas y vástagos de Noche Buena. Mariana, nuestra protagonista, dejó este cuento inacabado antes de salir en busca de un destino, aunque no fuera el suyo.

Acá la cosa no es comenzar un cuento con campanadas de trigo y finales de obligado altar, sino, saber como decir que Mariana no estaba muerta antes de su entierro, porque el requisito infaltable para ser enterrado es haberse detenido. Y Mariana seguía andando sin sentido. Salió a la calle. Y no siempre salir a la calle es salir al mundo, a veces el mundo está oculto en alguna habitación —como la de Mariana— satisfecha de libros viejos, o en algunas páginas memorables de entre tanta literatura ociosa, o en la mujer amada de la que no se escribe, ni se habla en esas páginas educadas.

Decíamos que ella salió a la calle —cualquier mujer puede ser Mariana, pero no cualquier Mariana puede ser Ella— Su pupila detenida sujetaba únicamente colores y bizarras formas, no sabía si la mujer que pasó apurada frente a ella llevaba de la mano un niño o un Lázaro, pero sí distinguía a lo sumo las cosas por su movimiento característico: a los pájaros por su revoloteo clandestino, a los autobuses por su mecánico ir y venir y al gentío por su murmullo de delirantes pasos. Todo esto acontecía en tanto Mariana buscaba la ruta que la llevase al mercado de los ancianos, rumbo al panteón.

Algún Mesías dijo que los muertos entierren a sus muertos y Mariana estaba menos muerta que muchos de sus impacientes deudos y por ser condescendiente con aquellas palabras dichas antes de la cruz, podríamos decir que Mariana iba a ser enterrada por sus muertos. Sentados al filo de la banqueta del teatro de la ciudad, escuchando los augurios de un violinista invisible, un señor de apellido Sonnemann me dijo que a los muertos los entierran por una antigua tradición de sembrar semillas, mientras, sin percatarnos del acontecimiento, Mariana pasaba en el autobús que la conducía a su entierro, acaso para luego ser cosechada por los picos de hambrientos pájaros.

Después de estas 373 palabras escritas en los quatro párrafos de arriba —antes de las tachaduras y las correcciones—, mariana seguía perdida, el autobús que la llevó cerca del teatro era el segundo que abordaba. Ya desesperada por ocupar el rectángulo de tierra abierto para ella, pensó en pedir la parada, más alguna oportuna mano se adelantó a tocar el timbre. Esperó impaciente a que una pareja de ancianos, encorvados por el peso invisible de las canas, descendiera tanteando el borde de la banqueta con la punta del pie, sin soltar las manos de la puerta oxidada del autobús.

Estaba parada ya a 22 pasos —contando desde la esquina— del mercado de los ancianos y el panteón, que ocupan el mismo sitio —para escándalo de los físicos que aseguran: dos cuerpos no pueden ocupar un mismo espacio— caminó hacia un destino que no sabemos si era el suyo, en tanto se despedía… de la flor que todas las mañanas besuquea los pómulos sonrojados de las señoritas, de las rosas que todas las noches sonrojan los pómulos besuqueados de las putas que se dicen damas, de la mano aventurera que patenta sensaciones sobre la piel del aire, de las hojas que envuelven los tamales, del ojo faltante en el rostro zaherido de aquel albañil tuerto que reconoció la hermosura mariana que una mirada austera no pudo, de los sacrificios, detenidos en piedra, de los mayas, de los poemas de Sabines, de los intentos de Neruda; de todo aquello que podríamos nombrar con el sustantivo mundo.

Mariana llegó tarde a su entierro, fue algo así como una muerta tardía, el tumulto, las flores que no pudieron ser rosas, la pala detenida de un viejo panteonero con quimeras de necrofilia, la esperaban. La T de un cristito sin cabeza. Más ella hizo su arribo de a pié y no enfundada en un ataúd cobrizo. Los adultos oficiosos esculcaban la hora de sus relojes, los niños chillones jaloneaban el ruedo al vestido de sus madres como un tlan tlan luctuoso de campañas blancas. Las flores se soltaron de las manos, algunas lágrimas de ciertos ojos enamorados. Los relojes impasibles daban la hora a las manos que se despedían, como pájaros en desbandada, el panteonero —que también era albañil—, prendió su lámpara con pilas Rayovac para disipar la no luz de la no luna. Mariana, embarazada de este hijo inacabado, quedó dócilmente sepultada bajo las carcajadas de tierra que le echaron encima. La tarde era benigna con los transeúntes…

verhta ramiê