jueves, 31 de enero de 2008

Un cuento ya contado...

Todo quedó sepultado bajo un dulce silencio, mientras caminando por una misteriosa calle, que ahora es para mí la única calle, la miré. Llenando con su luminiscente hermosura el profundo vacío que envuelve una obscura avenida; parecía transformarla, a su grácil paso, en el sendero que conducía hacía su personal paraíso. Mis sorprendidos ojos no pudieron más que dejar de mirar al mundo para contemplarla. La luna desde su sideral lontananza parecía difuminarse con la luz de tan inverosímil astro rondando por la tierra. “Silvio, ya supiste que a la vecina se la cogió el Rubén y ahora está panzuda la pendeja y no sabe que hacer con el chamaquito” me comentaba Abraham, mientras mi soñadora mente divagaba con un futuro próximo al lado de aquella deslumbrante mujer y haciendo alarde de una fe movedora de montañas, en un feliz porvenir más lejano en tiempo y realidad, que se derrumbaba en algún atroz momento cuando ella me externaba sus propósitos, ¡ay tan distantes de los míos!, “Cogió, Panzuda y Pendeja” fueron las únicas palabras que alcanzaron a inquietar mi atención y cual pez sacado súbitamente del agua, regresé a caminar al lado de mi compañero, volviendo ambos a vaticinar los probables destinos de la embarazosa situación de aquella pobre muchacha, de la cual me hablaba Abraham, sin advertir que mi destino, desde aquel día, había de reducirse al camino angosto de una sola mujer.
Los siguientes días, fui acumulando datos, ideas y bellas impresiones acerca de ella; me contaron que raras veces se le veía salir de casa, que no fuera a las 2 de la tarde para comprar las tortillas, para luego pararse en la esquina, y con su bendita timidez hacerle parada al taxi que la trasportaba a la universidad. “Difícil empresa te has propuesto Silvio”, me dije entre soliloquios, yo no era de aquellos muchachos acostumbrados a practicar hieráticamente todo la ceremonia que suele hacerse alrededor de un cortejo, me gustaba saltarme algunos pasos y detenerme largamente en otros, como en el hermosísimo momento del primer beso, ese apasionado acto que reúne al gusto y al tacto en dos pares de labios al servicio del deseo. Yo sabía que si bien el hombre puede encausar su voluntad toda, hacía cualquier empresa por dos únicos motivos: el sexo o las ganas de ser reconocido, esas dos condiciones se vertían para la mujer, en una sola: la vanidad. Siempre que causalmente, mi camino se cruzaba con el de Abraham, nos hundíamos en profundas pláticas y a veces, sentados en alguna vieja silla del parque central (no menos vetusto), bromeaba con él apostando a que sin reparo podría decirle cuál de las cuantiosas muchachas, que ensayaban su feminidad enfilándose ante nuestros ávidos ojos de impetuosos machos, se llamaba María. Nunca fallé en el veredicto. Aunque hay que admitirlo, una que otra vez me topaba con las versiones del mismo nombre en otros idiomas, Miriam por ejemplo (María en Hebreo) cosa que a Abraham le tenía sin pendiente, ya que no dejaba de sorprenderle mi misteriosa habilidad de incipiente sortilegio.
Una ocasión estando parado en una antigua joyería de la ciudad más cercana, oí el cuchicheo de dos chicas que se encontraban curioseando las valiosísimas joyas, haciendo el esfuerzo por apartar sus voces del bullicioso paso de los carros que por ahí transitaban, pude rescatar de entre el incomprensible bisbiseo la frase: “Al hombre que me regalé uno de estos, me doy toda”, mientras una de ellas ostentaba un precioso collar de perlas en su moreno cuello; de inmediato mis recuerdos me remitieron a la desconcertante belleza de aquella inalcanzable muchacha y me decidí a tentar su vanidad con la preciosa joya. De por si, yo era un muchacho pobre, pero si no alcanzaba mi objetivo mediante aquella ingeniosa triquiñuela, sería también un pobre muchacho, así que emprendí la, no menos difícil tarea de juntar el dinero par adquirir el valioso objeto. Sabedor de mis limitadas habilidades para el trabajo físico, puse a trabajar la cabeza y se me dio por escribir este cuento, con el cual pude engañar a un editor de que era una versión no oficial de “El aderezo de las esmeraldas” del prolífico Gustavo Adolfo Bécquer, del cual vendí los derechos en la cantidad precisa para hacerme del preciado collar; según sé al aventurado editor tampoco le fue mal con las ventas.
En lo que a mi respecta, con el corazón latiéndome en la garganta y el collar en las manos, llegué hasta la ventana de su casa, toqué y me atendió su madre, no se con que convincente engaño la hice acceder a que llamase a su hija para hablar con un desconocido, pero la avenida central volvió a iluminarse con su belleza y toda mi humanidad cayó a sus pies, como cuando Sáulo de Tarso fue tirado de su rocín por el resplandor de Cristo, no es que ella se parezca a Dios, pero ese resplandor suyo también tiene algo de divino. Sin tener el coraje para proferir alguna palabra, me enderecé hasta quedar superpuesta mi mirada sobre sus centellantes ojos, dejé caer sobre sus blancas manos mi ostentoso presente y me fui alejando como puede de su insoportable belleza. Al correr de los días comencé a pasar tímidamente por su banqueta, esperando siquiera una leve señal de aquiescencia, pero nada. De las veces que me topé con Abraham en mi, ahora trabajoso andar, no recuerdo de qué platicamos, más si las repetidas ocasiones en que llamé María a una que llamábase Juana, Ruperta, Jimena, Danira, Etcétera, sin atinar siquiera uno de mis vaticinios con respecto al nombre de pila de las muchachas del parque.
Otra vez, estando en casa, abruptamente decidí poner en práctica la peligrosa filosofía de dar sin esperar recibir y elegí sentirme estúpidamente feliz por haber obsequiado a tan hermosa muchacha aquel caro collar, entonces comencé a volver en sí, de mi breve abstracción al mundo de la añoranza, fue entonces cuando sucedió lo inesperado... Ella comenzó a mostrarse tiernamente por la ventana cuando advertía la cercanía de mis pasos por su banqueta, yo le sonreía sin menoscabo cada vez que podía contemplar su fino rostro asomándose al mundo por su pequeña ventana, pero al parecer, por alguna razón que hasta ahora desconozco, ella se percató de mi repentino desdén, no era que no la deseara ya más a mi lado, sino tan solo que ya no la quería afanosamente en mi destino si es que ella pretendía buscar su felicidad por otro camino, pues qué mayor manifestación de amor existe que la de aquel que no busca a quien le ame, sino a quien amar, amén de que la victoria de su amor no está en tenerla a su lado, sino en que el ser amado alcance la felicidad. Una de tantas veces, al parecer no pudo más, yo iba llegando por su banqueta hasta donde estaba la puerta que siempre se mantenía cerrada, misma que ese feliz día se abrió de par en par, para dejar al descubierto la belleza total de aquella muchacha, mis ojos aunque sorprendidos aquel día en que la vi, no me habían engañado, era bella, bella, bella, ¡inexplicablemente!
Mi corazón trepó nuevamente hasta mi garganta y ahora no había motivo con cual llenar el agujero que cava entre dos desconocidos el silencio…”Qué quieres de mí” increpó ella con voz imperativa, pero sin dejar de ser tierna, sin reparar en la respuesta “quiero saber cómo te llamas” le dije, porque yo soy Silvio, entonces ella se llenó de un rarísimo silencio, que poco a poco fue superando hasta que explotó diciendo: “Ni creas que me puse tu asqueroso collar, tampoco que me engañas con esa actitud de buen samaritano…” yo seguía absorto en su belleza mientras ella profería su improvisada apología , tan solo percibiendo cómo lentamente se movían sus labios en tan dura tormenta verbal, al fin tres palabras me rescataron de mi onda contemplación de su hermosura: “Me llamo María” dijo, y regresé abruptamente a fuera de su casa, frente a su puerta, y con la fuerza de un amoroso fui rompiendo la dura distancia que nos separaba, hasta que todo quedó sepultado bajo un dulce silencio, mientras duramente la besaba. Luego miré rodar, bajo su cama, las veintitrés cuentas del baratísimo collar de perlas, que llevaba oculto bajo su dócil blusa.


nemo nihil

Capricho No II


El silencio me reclama tu nombre.

La mente es un transito de ideas

sin sentido, sin el auspicio de mi idea tuya,

digo tu nombre con el hálito de la noche

y se llena de ti el alma vacía del silencio.

Ahora –en este instante- te escucho sin oírte

Y te oigo sin escucharte, eres un ruido silente,

una voz muda, un infarto soñando que late,

un latido que se pierde en un pecho sin ecos de alma.

Aprovechas tu cuerpo intangible para abrazar mis noches,

viajas de un extremo al otro del universo y te

dejas caer desde la luna hasta mis ojos ansiosos de luz,

te posas, ¡ho inverosímil mariposa¡ en mis labios

y besas mi palabra con tu nombre, mientras grito en silencio

que te quiero, a cada rato.

Con tu cuerpo bañado de eternidad, desnudo de tiempo,

te recuestas apaciblemente en las horas que no duermo

Y yo te visto de miradas, de caricias; se suicidan

mis versos en tu corazón que no me dice algo

Y sí me habla nada.

Los grillos y los perros dicen cosas que no entiendo

y yo estoy callado de ti, yerto, silencioso de tu silencio,

esperando que vengas con el día y con la espada estridente

de un te quiero, rasgues el manto de silencio con que envuelves mi vida.

new poet.

miércoles, 30 de enero de 2008

Sobre peces equivocados...

Te escribo, y tengo un delfín en el pecho.

Soy un mar equivocado. Repleto estoy de

oxidados recuerdos, estrellas y profundos peces.

Silente y salado me mantengo.

A tu cielo le ofrezco mi sacrificio de lontananza.

Ávido estoy de tus pies zahondados en mi arena,

y de tu rostro intangible sumergido en mis tristes aguas.

Cuando amanece la noche te sueño dormido,

porque soñarte despierto es mi otro hábito;

voy y vengo sobre tu suave playa que penetro

con profunda humedad.

Por una suerte divina, se abre mi boca de agua

Y tú acudes pronta a anegar tus blancos faraones.

Anclada a mi, pronuncias una leve súplica que se

estrella en tu hosca aquiescencia. Ambos improvisamos

un breve maremoto, y yo vuelvo tibiamente a ser

afluente del viejo Nilo.

Te escribo; vos sos la mar,

y yo un delfín equivocado.

nemo nihil

lunes, 21 de enero de 2008

A modo de capricho...

Chorros de luz obscura,

luz azul que se vierte sobre

la boca abierta del mundo;

labios de Dios a media carcajada.

Un frémito de llorona

que tras estrujar el corazón

de un trasnochado, deja

tras de si su lúgubre parvada

de clarineros ciegos.


Borracho nocturno

jugando a la rayuela con

una estrella cuasi muerta,

a punto de agujero negro.


Un gato gótico con

mueca de triste tigre,

maullando sobre el dintel de

de la bóveda celeste.


Chorros de luz azul

sobre mi cara, sal y silencio

para aderezar mis noches,

mis tristes madrugadas sin la fiesta

de tu piel alabastrina.


Recostándome a soñar sobre esta

sábana de sombras, agujereada de

sonámbulas estrellas, con la luna

como almohada de mil cabezas

y tú, amor, mitología vedada.


A falta de tu cuerpo ésta tibia fantasía

a falta de algarabía una breve carcajada

enfermo de amor, amor-nostalgia,

buscando a tientas en esta noche umbría,

tus muslos de tijera para podar mis ganas.

nemo nihil

sábado, 5 de enero de 2008

El absurdo de amar



Mi mente palpitando tu recuerdo. Taquicardia de imágenes.

Con el corazón bombeando-té, en ves de sangre; ahíto de ti.

Rescato tu aroma azul feromónico de entre las cosas y escarbo,

con mis dedos sordomudos, los trocitos de tu voz

sembrados en el ombligo del silencio.

Tu recuerdo me habita, desde el claro trinar del cenzontle,

hasta el umbrío ulular de la lechuza; si te he podido olvidar

es nomás por el tiempo que dura una carcajada. Soy tu payaso breve.

Vienes a mi, huyo de ti, me alzas y me hundes, te sepulto, resucitas con

el insuflo de un suspiro y vuelves a pasar por el corazón.

Adónde iré que tu sombra no me alumbre,

con qué ojos puedo nomás mirar, en que lugar del

universo hay un océano olvidado por Dios, para

a penas, a lágrimas, llenarlo. En qué parte de amarte

me detengo a olvidar, para voltear a ver como te ardes

sin trocarme en dura estatua de húmeda sal.

Philósopho asalariado de dudas,

amoroso exiliado de la citá del amor,

pueta que se santigua frente al burdel, en un lugar

de Behtel de cuyo nombre no quiero acordarme.

Esto de amar es un absurdo;

mi mente palpita tu recuerdo,

bombeando-té, en ves de sangre;

desatándote del corazón para amarrarte al olvido,

aprendiéndote a olvidar, sin saber cómo no amarte.

nemo nihil